Cantur era un pueblo tranquilo, que
apenas alcanzaba los mil quinientos habitantes y que disponía de una
taberna, cuatro tiendas y una herrería. Sus habitantes se conocían los
unos a los otros y tenían un aspecto en común: detestar a su señor, un
agresivo hombre ya entrado en edad que siempre les subía los impuestos
como sube una escalera que nunca baja. Eran principalmente agricultores y
ganaderos. Los lugareños no tenían creencias religiosas, pero se
dejaban influir por los astros y las estrellas.
Nada había encontrado en su camino, tan solo bosques, montañas y riachuelos. Al tercer día de haber dejado atrás al danzarín de la lluvia (con su fuego y agua)... en un día soleado de primavera, la chica encontró el pequeño pueblo.
Al girar por la iglesia, algo sucedía en la plaza. Se acercó y vio a una marabunta de gente en círculo observando lo que pasaba. Todo el pueblo estaba en el discurso del viejo profeta. Le aclamaron y vitorearon. Había un joven atento a todo lo que sucedía.
Al girar por la iglesia, algo sucedía en la plaza. Se acercó y vio a una marabunta de gente en círculo observando lo que pasaba. Todo el pueblo estaba en el discurso del viejo profeta. Le aclamaron y vitorearon. Había un joven atento a todo lo que sucedía.
En un momento del discurso, alzando la oreja por encima del estruendo ensordezedor, la chica escuchó:
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